Le Phare.
El viejo picando sustancia y rellenando la pipa mientras su nieto lo miraba embobado asimilando información, cuatro excursionistas colgados de la barra y levantándose sólo para expulsar cada 5 minutos medio litro de cerveza, los cinco porretas matándose al futbolín y las cuatro amigas narrando sus últimos polvos... La Mer seguía cómo cada noche desde que había llegado a aquel lugar nacido de un escupitajo de Dios, de lo que hacía unos 3 meses. Al principio sólo iba a ser una parada, un lugar para pasar la noche y refugiarme de la tormenta, pero los escupitajos atraen a los lagartos. Y a mí, me enamoró. Era, simplemente, el sitio de aquellos para los que el mundo no tiene sitio y yo... Bueno, yo estaba demasiado perdido cómo para no engancharme cómo un cachorrillo a la madre que la noche me había regalado. Y de repente me encontré estancado allí, en La Mer, currando a jornada completa las noches y fundiéndome cajas de Winston a ritmo de pipas.
La Mer, cómo habréis imaginado, era un bar de mala muerte que a pesar de abrir sólo las noches en un pueblecillo perdido en los Pirineos siempre estaba petado. Hay algo que atrae a los perdidos a Le Phare y no sin saber por qué, me lo acabé comiendo yo. Para ir hasta allí tenías que saber dónde estaba, no había un cartel o una puerta visible, era una casa abandonada que según decía el viejo de la pipa fué habitada por Kurt Cobain después de simular su muerte en 1994 hasta el 2000, año en que creía que se acabaría el mundo y por lo cual se acabó suicidando. En fin, el viejo era un personaje especial. Cuando alguien tocaba el timbre, el camarero; es decir, yo, salía y te guiaba por un pasillo oscuro iluminado sólo por un par de velas en los laterales que finalizaba con unas escaleras en caracol que bajaban al sótano. El sótano estaba habilitado con una barra improvisada a partir de un par de estanterías tumbadas y repletas de todos los alcoholes habidos y por haber, mesas de todos los tipos y sofás viejos en los que la gente solía apalancarse hasta las tantas de la noche. El bar se dividía en tres estancias conectadas por puertas sin puerta, más comúnmente llamados agujeros en la pared. En una estaba la barra y un par de mesas y sofás, en la siguiente estaban el billar y el futbolín y en la última, más mesas y sofás. Las paredes estaban adornadas con dibujos salidos de las mentes de los borrachos y fumados que alguna vez habían pasado por allí, algún que otro cuadro con la típica imagen de Bob Marley hincando o de Robe Iniesta simulando a Jesucristo y dos guitarras, supuestamente propiedad también de Kurt Cobain, recalco... Supuestamente.
Aún era pronto, había abierto a las 00:00 y hasta la 01:00 no empezarían a llegar los perdidos habituales, tenía curiosidad por saber que nuevos personajillos se presentarían hoy. Tenía una compañera de curro que era catalana, se llamaba Paula y estaba tremenda, pero... Era lesbiana. Cosa que me jodía inmensamente ya que ella tenía la manía de olvidar que yo no era gay. Estábamos hablando de alguna paranoia cuando sonó el timbre por sexta vez en la noche y me encendí un cigarro para ir a abrir. Eran las 00:43 del 12 de Noviembre del 2007, hora, día y año que nunca olvidaré. Fue la primera vez que la vi. Fue el momento que desató todo aquello que me ha llevado a estar hoy delante de la pantalla, con los ojos cómo platos, intentando describir el por qué de todo lo que soy... De por qué hice lo que hice, de por que hago lo que hago, de lo que me queda por hacer. Fui a abrir y entonces la vi, chorreando, preciosa... Sus ojos azules me sonreían contrastando el color entre blanco y rosado de su piel, las manos en los bolsillos y los brazos pegados al cuerpo, tiritando de frío y tan perfecta. Tan hermosa. No me imagino la cara de gilipollas que se me debió quedar ante aquella aparición de ninfa contemporánea pero sí la que se me quedó después de que abriera la boca y me mostrara su voz por primera vez.
- Qué pasa Santi. Me llamo Elena.
Y allí empezó todo.
Continuará.